sábado, mayo 17, 2008

ATRABILIARIO


Cae la tarde y espero la hora de salida para marchar a casa. Las lucecitas de navidad resucitan en las fachadas de los edificios y cuelgan también en los árboles de la calle como justo ayer hace un año. Esta noche estaré sólo, esta noche no te espero. Fui fulminante al teléfono: la derrota contundente ha de calar por lo menos algo en tu enormísimo ego. Reflexiono sobre la discusión y creo que un poco de razón debo tener. Porque la sensación de levedad es muy grande, aunque me cueste un vacío en el estomago y la tensión de la cabeza; no te espero ni tampoco espero cena, ni cama caliente, ni besos amargos y fríos que busquen mis labios. Aunque, a decir verdad, me mueve un morbo interno que clama por tus represalias, por tus aullidos de loca y tu sarta de mentiras, el sonido de los platos que se quiebran brutalmente contra el suelo, imagíno un puñal tibio derramando carmín en la hamaca, tu ó yo ahí con un velo blancusco en los ojos abiertos y con la piel aún tibia por el combate y con pequeñas gotas de sudor que van a mezclarse para crear un coctel de sangre y sal; veo mi casa ardiendo en llamas y tu risa malvada y loca pero satisfecha. Si eso pasara, tomaría un leño ardiente y me encendería un cigarro para aplaudirte y burlarme de tu cólera, para darme por muerto en los salones de baile donde Mariel no espera al capitán.

Bajo por la Avenida de Las Palmas, perezoso y sin dinero, con un halo seco y amargo en el paladar que me dejó el vino y los cigarros. El aparatito con la música se quedó sin batería, y en la calle reina el silencio, por lo que guardo mis manos pálidas, húmedas pero frías, noto de pronto en mis manos y en lo que puedo ver de mi piel ese extraño tono fluorescente del que habla Fresán cuando se refiere a los que van a dejar este mundo; pongo las manos en la chaqueta mientras con una obstinación tranquilizante retomo mi vieja costumbre: …Tarareo I'm your man y recuerdo una frase que un buen amigo me compartiera esa tarde por el MSN: “ella se lo pierde” me renuevo con orgullo y continuo mi camino incierto.

A lo lejos un ñero se tambalea en la acera contraria, va dando tumbos y diciendo cosas que apenas puedo percibir. De repente tiemblo por el frío, por la rabia; siempre que el miedo acosa me tranquilizo fumando un cigarrillo, busco en la chaqueta, en el bolsillo de la camisa, lamento no tener otro cigarro, así que desvíoun poco el camino de la Avenida de Las Palmas para acercarme a esa gorda que está desparramada en una butaquita de espaldas hacia la pared. Lleva puesto un gorro de lana azul oscuro y grasoso, tiene un bizarro y asqueroso carrito rosado y azul pastel -como los que usan las mujeres para llevar a sus crías-, cargado con termos y ollas que hierven con fuerza mientras perfuman el frío de la madrugada con olores a tinto amargo y trasnochado. Le pido un cigarrillo. Saco de uno de los bolsillos, esa última moneda que reservé para el camino, por si acaso algo se me ofrecía. La gorda con el gorro de lana graso, antes de acercarme la cajetilla con los cigarros, estira su asquerosa mano sucia que deja ver las uñas a medio pintar con un color como rosa pálido, color hueso, que no le alcanza para esconder el mugre de las manos, negras hasta los pliegues en la línea de la vida que se le parte en dos a la vieja.

Es inevitable e increíble la bronca que me da ese gesto de desconfianza de la mujer, como si yo quisiera fugarme con un maldito par de cigarrillos, viejos, amarillentos y puercos. Pienso derramar en el andén el contenido de de los tarros del carrito ese, patear a
esa gorda cochina y correr como un loco por la Avenida de Las Palmas, pero considero menos arriesgado, más simple y sensato acercarme a la flotilla de taxistas ojerosos y adormecidos que escuchan música amarga, fea y vieja, de esa que se escucha por la estaciones radiales a la madrugada. Voy a pedirles fuego para el cigarro. El humo ácido del cigarro estimula el dolor de cabeza con el que creí haber acabado hacía unas horas atrás en esa cantina pastosa, oscura, olorosa a moho y atestada de putas horrendas y mal vestidas. Fumo el cigarro y en el gusto un sabor óxido como de sangre, los sentidos extraviados, tambaleantes, ebrios, la cara fría y sucia de tierra por el duro y contundente golpe contra el asfalto desnudo y pegajoso. Siento algo de dolor en las costillas y húmeda la espalda, mientras el ñero que se bamboleaba hacía unas calles por La Avenida de Las Palmas, entra y saca de mi cuerpo una hoja que blande filosa, brillante y fría.

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